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Jefatura de Estudios » Reflexiones sobre disciplina y convivencia
Jefatura de Estudios
Reflexiones

Analizamos  la influencia tanto negativa como positiva que tiene en este cometido la forma de elaborar y practicar los dispositivos organizativos y curriculares. Estudiamos la gran importancia del clima informal que subyace en la vida cotidiana escolar.

         Resulta patente que son los profesores los que juegan en todo momento el protagonismo esencial de la cultura escolar.

Es cabal reconocer que buena parte de los conflictos leves o violentos que tienen lugar en el centro  echan sus raíces fuera del ámbito escolar: ¿en la deficiente o torcida socialización familiar?, ¿en la negativa influencia de ciertos medios de comunicación?, ¿en algunos contextos sociales deteriorados?, ¿en una atmósfera cultural a menudo contaminada?

El centro, en efecto, constituye un microcosmos social y cultural en el que los alumnos pasan una cantidad muy elevada de tiempo, lo que repercute en la formación de su personalidad, en función del tipo de las incontables experiencias percibidas globalmente por ellos día tras día y año tras año. En este sentido, el credo pedagógico de los profesores debería subrayar la creencia de que la oportuna puesta en práctica de las variables escolares, y particularmente la implicación de ellos mismos en calidad de educadores, puede influir notoriamente en los comportamientos y actitudes de los alumnos, aun cuando el entorno externo en el que se desenvuelvan éstos no sea siempre favorable. En definitiva: precisamente porque la influencia de la escuela es limitada, por ello mismo el profesorado ha de comprometerse todo lo posible en procurar que los alumnos vivan experiencias gratificantes y formativas a nivel de convivencia interpersonal y social.

A continuación pasamos a analizar cómo algunos componentes de la cultura escolar pueden favorecer una convivencia positiva o bien atenuar la conflictividad ya existente en algún grado en nuestros centros educativos.

1.    DE LOS DOCUMENTOS FORMALES AL ÁMBITO DE LA REALIDAD

En el PEC, como documento marco, se pueden leer compromisos formales excelentes, casi todos los centros suelen definirse, por ejemplo, como ‘activos, pluralistas y democráticos'. Ahora bien, ¿esos ideales son siempre asumidos por la comunidad educativa -comenzando por los profesores- como fruto maduro de un ejercicio de reflexión, debate y revisión compartida y profunda? Es frecuente encontrar intenciones y previsiones plausibles: por ejemplo, agrupamientos flexibles, métodos cooperativos y, entre otras más posibles, tiempos de tutorías pensados -a menudo- para tratar la convivencia. Con todo, en la práctica, ¿no abundan, quizá con demasiada frecuencia, los contenidos librescos e irrelevantes, las formas organizativas estancas y autoritarias, las metodologías expositivas y pasivas, los exámenes sancionadores, y las tutorías rutinarias? Si la mirada se centra ahora en el RRI, es igualmente corriente que, sobre todo en el apartado de disciplina, estén recogidas las normas reguladoras de la vida escolar, los mecanismos de su aplicación, y hasta la existencia de una Comisión de Convivencia. Sin embargo, en la realidad cotidiana, ¿no es cierto que no siempre son bien aplicadas con sentido formativo las normas establecidas, que los alumnos participan a menudo en escaso grado en su elaboración, que son normalmente más influyentes las normas implícitas de la cultura escolar, o que se limita con frecuencia a aplicar de modo formal y sancionador la normativa en casos ya de cierta gravedad?

2.    DE LA REALIDAD A LA POSIBILIDAD

Los citados instrumentos organizativos que regulan la vida escolar deberían evitar el peligro fácil de quedarse en simples documentos almacenados en unos estantes. Cuando esto ocurre -algo no infrecuente- la cultura escolar está pautada en la realidad cotidiana por reglas informales, contradictorias, rutinarias y desorientadoras, tanto para los profesores como para los alumnos, tan necesitados de pautas sólidas y válidas de referencia.

Para que esos documentos estén cargados de vida deberían ser elaborados, reflexionados y revisados periódicamente con la mayor profundidad posible por todos los afectados. Somos conscientes de que no es siempre fácil crear una conciencia y sensibilidad colectiva acerca de una serie de criterios y valores educativos que insuflen espíritu a la letra menuda de dichos documentos y -en coherencia- al mismo quehacer ordinario de la comunidad educativa. En algunos casos, en efecto, la cantidad de profesores es tal que el claustro tiende por inercia a funcionar más como una asamblea masificada que como un equipo relativamente familiar. En otros casos, el problema radica en las diferentes culturas profesionales de los docentes (¿la de los maestros, la de los catedráticos de bachillerato, los PT?) que imparten docencia de forma amplia en toda la secundaria. Y así podríamos continuar con otros hándicaps.

Circunstancias adversas las hay, y en ocasiones de forma abultada. Con todo, somos del parecer que ningún centro puede cumplir mínimamente bien su función básica de ofertar una enseñanza satisfactoria, ni aspirar a educar actitudes y comportamientos esenciales, como saber convivir en una misma comunidad educativa y social, a menos que los agentes educativos que trabajan en el mismo entorno escolar hagan su tarea a partir de una coherencia en lo esencial y en una dirección similar.

La creatividad pedagógica -empezando por la del Equipo Directivo- para hacer posible que la mayor parte de los implicados lleguen a planteamientos básicos educativos compartidos es realmente grande cuando se capta la necesidad de estar unidos en un conjunto de criterios, actitudes y conductas educativas comunes. No es posible ahora indicar las múltiples alternativas posibles para hacer posible el proceso -siempre dinámico- de reflexionar, debatir y rectificar las bases sobre las que apoyar la labor docente y educadora de un centro. Con todo, y sólo a modo ilustrativo, puede mencionarse aquí la conveniencia de estimular el trabajo en equipos docentes centrados en un mismo ciclo o curso de alumnos, o las comisiones encargadas de repensar de forma práctica cada apartado del PEC , RRI, consultando a la mayor cantidad de implicados (profesores, familias, alumnos), con el fin de llevar propuestas concretas al Claustro y al Consejo Escolar, de forma que -teniendo el terreno ya roturado- lo que se vaya a considerar y aprobar en esos foros sean ya fundamentalmente matices que enriquezcan lo que prácticamente otros ya han elaborado con la participación de todos los afectados.

3.    CONCRECIÓN DE INICIATIVAS

Pero, ¿qué aspectos son aquéllos sobre los que tanto es necesario reflexionar? El abanico, de nuevo, se hace casi inabarcable. Para el ámbito que nos interesa nos limitaremos a ciertas cuestiones que deberían quedar atadas básicamente para garantizar una deseable convivencia escolar.

1.     Pensamos que la primera cuestión que habría que despejar para ir bien encaminados desde el principio se puede condensar en la siguiente pregunta: ¿Qué rasgos y cualidades básicas deseamos cultivar en los alumnos cuando pensamos en contribuir desde nuestra institución a formar “personas educadas”? Reflexionar detenidamente sobre esta cuestión puede sacar a la luz abundantes modos de hablar, comportarse y valorar, propios de los alumnos en la vida escolar cotidiana, que quizá se habían ido asumiendo como ‘normales' y, que tras una toma de conciencia más explícita y sensible, pueden ser reconocidos como rasgos negativos de personalidad: especialmente los más relacionados con el tipo de posible conflictividad que puede vivirse en el centro; formas negativas de ser y actuar que constituyen una llamada a cultivar con esmero una serie de valores deseables a modo de antídoto.

Nos viene a la mente, por ejemplo, la frecuencia con que niños o jóvenes -incluso a la hora de expresar su ‘compañerismo'- se relacionan entre sí con palabras groseras, insultos informales o incluso golpes. Una revisión atenta puede detectar en esos casos la falta de habilidades y actitudes básicas, necesitadas de educación, tales como la capacidad para entablar verdaderos diálogos o para mostrarse un respeto genuino entre ellos. Pensamos también en la pasividad con que, en muchos casos, los alumnos asisten inactivos a actos conflictivos -incluso violentos- sin comunicarlos a personas responsables del centro, convirtiéndose así indirectamente en cómplices. Reflexionar reposadamente en ese modo de proceder habitual puede conducir, entre otras cosas, a ver con más claridad la necesidad de educar la solidaridad y corresponsabilidad en el alumnado.

2.     En este punto que ahora nos incumbe, como no podía ser de otra manera, la cuestión central puede ser la siguiente: ¿Cuál es nuestro rol profesional deseable, como profesores -y más aún como ‘tutores'- en el seno de un centro educativo de secundaria?

Cuestión comprometida ésta, pero llena de fecundidad si se trabaja en un clima de reflexión distendida y sincera. La realidad, en efecto, muestra tozudamente que la tendencia profesional más general al respecto es la de poner prioritariamente el acento -a veces de forma exageradamente estrecha- en la actividad instructiva, quedando en la penumbra la función socializadora y, sobre todo, formadora. Un análisis oportuno de este punto puede conducir a una toma de conciencia más clara de la necesidad de llevar a cabo la propia tarea profesional armonizando bastante más ambos roles educativos; y esto, deseablemente, en equipo.

Asumir, por ejemplo, el rol de profesor como ‘asalariado de la enseñanza' -¿más frecuente quizá en el ámbito de la educación secundaria?- conduce a los alumnos a percibir esa figura como fuente de insatisfacción, frustración y falta de entusiasmo por la estancia escolar; lo que propicia, a su vez, problemas de indisciplina. A su vez, ese clima de relaciones frías, de faltas de atención afectiva y de anomia comunitaria potencia sin duda una de las causas de la conflictividad y violencia de numerosos alumnos: la carencia de afecto ya experimentada en sus entornos o familias. Es un mito que los adolescentes y jóvenes sólo busquen lazos socio afectivo con sus iguales, pues en esa etapa de desarrollo marcada por la inseguridad de fondo, ansían tanto o más el cuidado, la atención y la preocupación por parte de adultos maduros y disponibles. Todo lo anterior, bien pensado, puede suscitar ideas y deseos de hacer posible dicha atención, donde la función de ‘tutor' juega ahí un papel esencial; algo que remite también a considerar la conveniencia de ampliar ese rol en la práctica a más de un sólo profesor por curso .

3.     Los puntos clave dignos de serena consideración por parte de los agentes educativos a la hora de recrear vivamente los documentos formales fundamentales (PEC, RRI), pueden ser muy variados a  modo de sugerencia, se pueden apuntar, entre otros muchos, los siguientes:

 

  •  
    •       ¿Qué tipo de relación profesional e informal a nivel de comunicación, colaboración, etc., deberíamos establecer entre el profesorado para crear una auténtica comunidad educativa, y cómo llevar a cabo prácticamente ese objetivo?
    •       ¿Con qué otros agentes educativos intra e extraescolares podríamos formar una red que cubriese lo mejor posible la formación (cívica) de nuestros alumnos?
    •      ¿Cómo habría de ser nuestra relación con las familias, y más concretamente en los casos en que hayan por medio asuntos conflictivos en los hijos?
    •       ¿Qué concepciones solemos tener en la práctica diaria de las normas, de los conflictos, de los procedimientos para solventarlos, y por cuáles otras se deberían cambiar, en caso necesario?
    •       ¿Qué tipo de acciones organizativas, curriculares, tutoriales, normativas, formativas y relacionales, convendría incluir en los documentos básicos del centro, a fin de ponerlas en práctica con ánimo realista y positivo?

Pensamos aquí en aspectos relacionados con la previsión de formación del profesorado' en el centro mismo, en la educación en valores, por ejemplo, o también en la conformación y función de una ‘comisión de convivencia, cuya misión sea prevenir los conflictos y trabajar las relaciones interpersonales de forma socioafectiva y positiva, en vez de reducirse a ser un organismo meramente formal y, a menudo, simplemente sancionador.

Cerramos este punto con un par de consideraciones. La primera se refiere al modo de llevar a cabo esa ardua labor. Creemos que, en el fondo, se habría de seguir un proceso similar al de una ‘investigación-acción-colaborativa', de ser factible con la ayuda de un experto externo al centro que lo guíe de forma posible, apetecible y pautada en el tiempo, a fin de ir sin prisas y gustando la satisfacción de los pequeños logros. El segundo comentario se refiere al contenido de las reflexiones anteriores: el haber ejemplificado mínimamente unos puntos de revisión no agota, ni mucho menos, los matices implícitos en esas cuestiones de bulto.

 

4.    RELACIÓN DEL CURRÍCULUM ESCOLAR CON LA CONFLICTIVIDAD

Entendamos aquí el currículum escolar en su versión amplia, como aquellos contenidos, experiencias y valores que son transmitidos, también de manera informal. Como numerosos estudios han puesto de manifiesto, la falta de significatividad del menú curricular ofrecido al alumnado se convierte en una causa clara de conductas que van desde la falta de atención y la disruptividad hasta los absentismos y los conflictos declarados. Veamos algunos aspectos significativos de forma genérica.

                  ¿Contenidos irrelevantes?

Con excesiva frecuencia, los alumnos perciben que los contenidos que se les propone para aprender no son útiles o relevantes para su vida real, que sólo están justificados dentro de la cultura escolar para repetirlos en los exámenes, perdiendo inmediatamente su valor y poderlos así ya olvidar. Uno de los factores más peligrosos en esta línea es la falta de sensibilidad por parte del profesorado para captar las vivencias, expectativas y concepciones del mundo de la vida de sus alumnos capaces de hacer vibrar su inquietud mental y vital; una miopía pedagógica egocéntrica, en el fondo, que se hace más grave cuando nos ubicamos en la etapa de la ESO: Obligados a estudiar, a veces más que con derecho a estudiar, para muchos alumnos las tareas escolares carecen de sentido motivacional y se asocian a aburrimiento; la combinación de obligatoriedad y aburrimiento resulta agobiante e insoportable para un adolescente. ¿Cómo sortear esa situación?: trampeando con las normas, esquivando obligaciones, descargando agresividad; pero frente a eso los alumnos tienen propuestas claras: las tareas escolares se admiten mejor si tienen sentido, si conectan con intereses, problemas y cuestiones que pueden sentir cercanos y reales.

A veces, no actuar en el ejercicio de la docencia de ese modo deseable es más que un problema de tacto y sensibilidad; es debido, también, a una práctica de la enseñanza rutinaria -donde lo que lo que más prima es la consecución de una serie de productos académicos ligados a un temario ciego a la curiosidad mental- y en la que se olvida la posibilidad de que el profesor siembre con ilusión en los mismos contenidos a impartir una actitud sanamente retadora y estimulante. Una actitud que bien podría plantearse así:

El objetivo último es ser maestro de humanidad. Lo único que de verdad importa es ayudar a los alumnos a comprenderse a sí mismos y a entender el mundo que les rodea; y para ello, no hay otro camino que rescatar, en cada una de nuestras lecciones, el valor humano del conocimiento. No tiene sentido dar respuestas a quienes no se han planteado la pregunta; por eso, la tarea básica del docente es recuperar las preguntas, las inquietudes, el proceso de búsqueda de los hombres y mujeres que elaboraron los conocimientos que ahora figuran en nuestros libros. La primera tarea es -en fin- crear inquietud, descubrir el valor de lo que se va a aprender, recrear el estado de curiosidad en el que se elaboraron las respuestas. Para ello hay que volver las miradas de nuestros alumnos hacia el mundo que nos rodea y rescatar las preguntas iniciales, ‘obligándoles' a pensar.

Desde luego, si lo que se pretende es promover una cultura escolar positiva, donde los motivos para adoptar conductas negativas se aminoren lo más posible, es evidente que los docentes han de pagar un precio, y éste no puede ser otro que el compromiso con una forma de realizar su tarea de una manera estimulante; o dicho con palabras todavía más penetrantes: donde prime la emoción y la pasión por enseñar y educar.

 

5.    METODOLOGÍAS VARIADAS

La evidencia muestra que la tendencia general es seguir primando los métodos tradicionales de enseñanza, en los que imperan la clase expositiva docente y la recepción pasiva de conceptos por parte de los alumnos. Es decir, las metodologías más comunes, especialmente a partir del comienzo de la secundaria, suelen funcionar de manera deductiva: se explica la teoría y al final -si queda tiempo- se hacer algunos ejercicios ‘prácticos'. La consecuencia lógica de tal proceder, puesto en práctica habitual y rutinariamente, es por supuesto la poca motivación que genera en los alumnos además de una especial frustración en los que sufren, por distintas razones, la experiencia negativa acumulada de notorias dificultades o desconexiones con la cultura ‘académica' aún vigente en el sistema educativo. Ahora bien, la falta de motivación, el aburrimiento y la frustración son factores siempre favorecedores de conductas agresivas en sus múltiples formas de manifestarse.

Si esto es así, ¿no convendría que los docentes invirtieran mayores dosis de energía y creatividad pedagógica en formatos didácticos más estimulantes y pragmáticos? Intentar que la mayoría de los alumnos alcancen los objetivos escolares básicos ‘formateando' el proceso de aprendizaje de modo tal que vean los contenidos en forma de problemas, proyectos y aun investigaciones que aviven las capacidades enormes de conocer inherentes a casi todos ellos es hoy, ciertamente, uno de los retos más urgentes del profesorado .

Sin embargo -y especialmente- se trata de un reto relacionado con una mayor implicación y sensibilidad del profesorado a la hora de acometer su tarea de enseñar.

6.    COMENTARIOS SOBRE EL CURRÍCULUM GLOBAL

Es impensable alcanzar una convivencia escolar positiva -en que los conflictos sean los mínimos propios de la condición humana-, únicamente con una o varias horas de dedicación directa: por ejemplo, a través de una tutoría semanal o una asignatura de ética.

Las cuestiones de convivencia, o de conflictividad, están arraigadas en el mundo de la vida de las personas que se rozan estrechamente en un contexto determinado; o dicho lo mismo de forma más concreta: son cuestiones que guardan una dependencia radical con el ámbito de las emociones y de las actitudes. Ahora bien, como sabemos, éstas últimas se configuran y educan en y a través de las experiencias que la ‘cultura viva' del centro, en nuestro caso, ofrece a los alumnos día tras día. Desgranar algunas de esas vivencias es nuestro discreto objetivo en este apartado.

I.1.  Normas explícitas e informales

Parece claro que una normativa clara, bien comunicada a todos los miembros de la comunidad educativa, y hecha objeto de reflexión, es del todo necesaria en cuanto que fija unos mínimos sin los cuales la convivencia parece imposible. Ahora bien, en la elaboración de esas normas, en su aplicación, y en el sentido que tienen para profesores o alumnos, se esconden otras pautas implícitas y tácitas, que, a modo de rutinas culturales escolares, regulan con más eficacia las conductas de los alumnos en el fluir de la vida cotidiana propia de los centros educativos. Quizá valga la pena puntear, al menos, algunas de estas reglas subyacentes, que tanto poder tienen a la hora de crear climas favorecedores de una convivencia positiva, o a la inversa.

      i.     La normativa de convivencia puede llegar a ser, como marco general, admirablemente razonable; pero, ¿la ha elaborado solamente una Comisión?; ¿ha sido aprobada, como parte integrante del RRI, por el Consejo Escolar de forma aséptica? Cuando el proceso de su conformación es únicamente de ese estilo, el alumnado y el resto de la comunidad educativa sobrentienden que su protagonismo es en realidad nulo, que ya hay quien piensa y decide por ellos. La interiorización de tales normas brilla, en ese caso, por su ausencia; en consecuencia, el compromiso para regirse por ellas en la vida diaria y real es raquítico, cuando no decididamente rebelde.

Si algo está comprobado en esta temática es la operatividad que tiene la ‘disciplina inductiva'; es decir, la que se genera también con la proporcionada participación democrática de todos los afectados. Cuando los alumnos participan en la conformación de las reglas, se sienten mucho más implicados y dispuestos a aplicarlas; pero, cuidado, las reglas así definidas han de ser válidas para todos, también para los profesores; una dinámica, sin embargo, que implica crear verdaderos foros de discusión, donde la palabra de los alumnos sea realmente entendida y, sobre todo, tenida en cuenta. Tener en cuenta -con autenticidad- el parecer de los que, usualmente, ‘no tienen voz' es una llamada casi irresistible a su responsabilidad; es más, posiblemente la mejor forma de despertarla.

Lo dicho vale también para el profesorado: incluso el espíritu de las normas más evidentes necesita ser reflexionado, discutido, matizado e interiorizado, a base de oportunos debates a partir de la experiencia concreta cotidiana que cuestiona los enunciados normativos más consistentes .

     ii.     Las normas más legítimas pueden ser percibidas por el alumnado, en su aplicación a casos concretos, como expresión de una fría concepción sancionadora, como ‘arma casi jurídica' en poder de los adultos, como procedimiento ‘violento' de los profesores usado para protegerse en su actividad ideal. Cuando las cosas ocurren así, son las reglas de juego ocultas, enmascaradas en la exterioridad formal de las normas, las que mueven los sentimientos de los alumnos y, por tanto, las que conforman sus actitudes y conductas disruptivas, con tendencia a retroalimentarse en una fatídica espiral descendente, de modo que los muchachos etiquetados como conflictivos llegan a serlo cada vez más como reacción a esa normativa invisible que lleva a tratarlos con parámetros, en cierta medida, carcelarios.

Bien distinta es una orientación positiva y atractiva de las normas vigentes, que intenta descubrir las buenas conductas que todo alumno tiene y recompensar así, con refuerzos afectivo-morales, el seguimiento de algunas de ellas; una actitud flexible que, sobre todo en cuestiones leves, permite ciertas concesiones (nivel de ruido, formas de vestir, etc.) a fin de que los afectados perciban tolerancia y falta de rigidez; una postura de genuino respeto hacia las personas de los alumnos que presentan a menudo conductas no deseables y que evita por parte del profesor toda reacción negativa, que a veces puede llevar una importante carga de violencia psicológica (humillación aguda en público, por ejemplo); o un talante realmente educativo, que busca acrecentar la autoestima del alumnado menos afortunado a través de determinadas experiencias positivas observadas en su hábitat vital.

Ese cambio posible de orientación en la aplicación de la normativa tiene, como bien sabemos, fundamentos pedagógicos sólidos: el seco castigo genera resistencia y rebeldía; la humillación resentimiento y desquite; la fría rigidez oculta indisciplina; la falta de atención y afectividad, disruptividad llamativa. A medida que estos alumnos empiezan a aprender que la atención y el prestigio se pueden conseguir mediante conductas aceptables, muchas de sus estrategias antisociales se vuelven innecesarias y acaban desapareciendo de su repertorio comportamental. Observando la cuestión objetivamente, vemos que muchas de las recompensas más importantes de la vida consisten en cosas relativamente sencillas (calor humano, amistad, aceptación social, aliento, buena opinión de los demás), mientras que muchos de los castigos más efectivos consisten simplemente en la ausencia o negación de tales aspectos. La mayoría de los niños problemáticos no han tenido oportunidad de aprender formas de relación social adecuadas, ni de dar o recibir afecto. Eso les hace sentirse confundidos, resentidos, hostiles. Los educadores, por tanto, no vamos a conseguir mucho si nos enfrentamos a ellos con más hostilidad y nuevos intentos de castigarlos. Si han sido capaces de sobrevivir en un duro medio fuera de la escuela, no les va impresionar demasiado el tipo de sanciones y amenazas que pueda proferir el profesor. Antes al contrario, considerarán éstas como una muestra más de la necesidad de mantener una guerra constante contra toda autoridad para defender sus intereses y mantener su status ante sí mismos y ante su grupo de iguales.

Las normas implícitas, que son las verdaderamente operantes, son incontables. Aquí sólo hemos sugerido algunas. A modo ilustrativo, sin embargo, podemos mencionar otras; por ejemplo: las incoherencias palpables entre profesores duros y blandos, la costumbre de los compañeros de guardar silencio ante eventos conflictivos patentes, las rutinarias cadenas de los protocolos sancionadores, o la carencia de reflexión sobre el ámbito normativo en tiempos escolares. Si algo podría resaltarse en este punto es precisamente la necesidad de ayudar a los alumnos -en tutorías, o en tiempos informales- a descubrir las normas implícitas que realmente regulan su comportamiento en la institución escolar, a fin de reflexionar sobre ellas, hacer sugerencias, optimizarlas y adoptar una conciencia crítica hasta el punto de llegar a configurarlas en un formato explícito convirtiéndolos en guías operativas propias y comunitarias.

I.2.  Clima de clase y de centro

Conviene recordar que los niños y, especialmente, los adolescentes desean intensamente sentirse aceptados en un grupo y desarrollar en su seno una identidad y autoestima positivas. La satisfacción de estas hondas aspiraciones es un motivo para percibirse acogidos e integrados o, en caso contrario, para sentirse frustrados y perturbadores. Siendo esto así, la cuestión central consiste en ver en qué medida las vivencias de los alumnos, especialmente en el plano de las relaciones interpersonales, hacen que el entorno de nuestras aulas sea -o no- cálido y gratificante para ellos.

No encontrar siempre un clima realmente acogedor en la clase y en el centro constituye la clave para explicar muchos comportamientos antisociales de los alumnos. Gran parte de ellos adoptan conductas negativas no por ser hiperactivos, por ejemplo, no por ser naturalmente ‘problemáticos' (etiquetado éste, por lo demás, ingenuo y ligero), sino por no hallar -¡tampoco en el centro!- un entorno agradable, satisfactorio, acogedor. Lejos de nosotros está la creencia de que escaseen profesores que se están esforzando por crear climas auténticamente positivos en la línea apuntada; pero resulta igualmente engañoso pensar que la tónica dominante es la de cultivar con el máximo mimo un ambiente comunitario gratificante a nivel psicosocial. Comentemos algunos indicadores y ejemplos.

Los espacios y tiempos informales son privilegiados para cuidar ese clima.

La cercanía de los educadores, y aun la participación en los juegos de los alumnos, es básica; ¡sin embargo, cuánta resistencia a menudo para estar de servicio (educativo) en las horas de patio y recreo, curiosamente en tiempos como éstos en que más actos de tipo violento suelen gestarse!.Totalmente de acuerdo; entre otras razones, porque el tiempo de patio es probablemente el más deseado por los niños, la ocasión para intentar cada uno -además de jugar o conversar- trabar amistades, hacerse un hueco en el grupo de iguales, y expresar sus sentimientos más íntimos. ¿Cuidan los profesores este espacio para que sea, incluso físicamente, agradable; para conocer, como finos etnógrafos, la personalidad de los alumnos; para gestionar las zonas de juegos, evitando monopolios marginadores por parte de unos pocos que impiden al resto el terreno preciso para realizar sus juegos; para acercarse psicológicamente a todos, también a los catalogados como difíciles; o para estar disponibles ante cualquier eventualidad positiva o conflictiva?.

Parecidas consideraciones cabrían hacerse respecto a otros excelentes momentos, desde la perspectiva pedagógica. Pensamos ahora en los pasillos, en la entrada y salida del centro, en el autobús que lleva a todos a una salida cultural, en las oportunidades de relación que brinda una excursión. ¡Cuánta información y formación puede potenciarse en esos contextos informales! ¿Quizá falte tomar más conciencia pedagógica sobre el hecho de que, aun dejando intacta la espontaneidad y la intimidad de los niños y jóvenes, la educación más eficaz y exquisita se realiza aprovechando la máxima permeabilidad psicológica de los alumnos, es decir, en los espacios y tiempos más informales, pero accesibles por los profesores dentro del radio de acción escolar? Ciertamente, con mucha frecuencia, podríamos lamentarnos de que todavía falta la reflexión y acción necesarias para adquirir la pertinente responsabilidad profesional-educativa (no simplemente la organizativa-legal) de todo el profesorado, de forma compartida, para sacar provecho de la gran potencialidad formativa de esos lugares y tiempos que quedan ‘fuera' de la ‘clase de cada uno'.

En otro orden de cosas, parece indudable que una fuente de agresividad y rebeldía obedece, muchas veces, a una actitud autoritaria adulta; pero nunca, es preciso subrayar, a la presencia necesitada, y deseada, de una autoridad auténtica. Ésta es, precisamente, una de las causas de climas escolares (y familiares) desestructurados, generadores de ansiedad, desorientación y malestar en los propios alumnos. Inservible ya el pretérito esquema ‘obediencia-sumisión', muchos educadores actuales intentan erróneamente mantener un clima mínimo de orden y convivencia en el aula con aquel otro de ‘pulsión-medición', es decir, de ‘a ver quién puede más', utilizando los fríos protocolos disciplinarios puestos a su alcance por el centro y la administración: acudir al tutor, al jefe de estudios, al director, al consejo escolar y, en último extremo, a la misma policía. Todos podemos adivinar, sin embargo, que esa última modalidad no es más que una larvada versión de la clásica actitud autoritaria, que busca ahora imponer a los alumnos el miedo -¿la dura expulsión?- bajo un formato prioritariamente burocrático, tan ineficaz como poco educativo, sobre todo en casos y contextos ya de abultada conflictividad.

La autoridad no viene anexa al título universitario, ni es adquirible en cursillo alguno. Lo que sí es cierto es que se puede trabajar por ganarla en el campo psicológico-moral. Hay que ganarla porque todos los alumnos -y más aún los denominados disruptivos- necesitan como el aire que respiran una figura educadora que infunda seguridad a su alrededor, que difunda en la clase un ambiente de genuino respeto en todas las direcciones, que sepa proponer con éxito real límites a ciertas conductas perturbadoras. Ahora bien, nadie admite convencidamente ninguna limitación externa si antes no ha probado de quien la emite el calor de un afecto sincero, de una comprensión profunda y, ante todo, de una atención solícita incondicional hacia su persona, siempre singular. Se trata, pues, de una invitación lanzada a todo educador a trabajar una serie de actitudes y actuaciones equilibradas a fin de crear un clima en que la serenidad, la deferencia, la seguridad y el respeto sean la regla -y no la excepción- de la vida de la clase.

Es imposible entrar aquí en muchos detalles sobre este tema educativo fundamental. No obstante, también es difícil dejar de mencionar algunos principios básicos. Partamos de las actitudes y valores llamados a permear el clima del aula gracias a la auténtica autoridad del profesor: autocontrol, deferencia, respeto. Siempre, pero de forma más patente en entornos de menor o mayor conflictividad, la vía segura o única para asegurar la realización práctica de esas actitudes es la de disponer de una continuada experiencia de las mismas. Dicho de otro modo: sólo el profesor que respeta, una y otra vez, la persona del indisciplinado (aunque sea activo con la indisciplina como fenómeno) despierta en ese alumno concreto un sentimiento profundo acerca del valor respeto, admirándolo de modo particularmente intenso en quien así le ha tratado, y acabando con la concesión voluntaria de verdadera autoridad moral a dicho profesor.

Se trata de una manera de ser y actuar ante los conflictos que es respetuosa con el otro; es decir, imitando y parafraseando a M. L. King: ‘Respetemos a los otros y ellos aprenderán a respetarnos'; o, siguiendo el slogan adoptado por un instituto francés: ‘¡más poderoso que la violencia, el respeto!' "

Cierto es que hay otras vías, a decir verdad poco explotadas, muy útiles para ganar autoridad como educadores, y para conseguir que los alumnos perciban la clase y el centro como lugares acogedores, satisfactorios, seguros. Es del todo imposible recoger aquí siquiera una selección de ese tipo de medidas. Sólo nos atrevemos ahora a nombrar algunas de ellas, deseando que se entiendan como contrapunto a la ausencia de iniciativas favorecedoras de ese clima tan apetecido de grata convivencia escolar. Una ausencia, por otro lado, demasiado generalizada. Apuntamos, entre otras, las siguientes:

  • La práctica de modos organizativos de verdadera acogida (al comienzo de clase... o de la ESO)
  • La percepción por parte del alumnado del aula y centro como algo muy suyo, sentimiento que le invite a adquirir responsabilidades.
  • La facilitación por parte del centro de espacios y actividades que hagan posible a los alumnos la identificación con grupos de iguales alternativos respecto al valor usual de ‘juventud’, tan reclamado como deteriorado, inherente a una atmósfera cultural envolvente arrolladora.
  • La incentivación de prácticas cooperativas académicas, lúdicas, etcétera;
  • La utilización de la tutoría en su sentido más profundo y extenso (por ejemplo, resolviendo conflictos y educando en valores relacionados con la convivencia).
  • La organización de redes solidarias, en las que también puedan haber alumnos mayores preparados para ser mediadores, con objeto de difundir en el alumnado sentimientos de seguridad y protección, en vez de verse a merced de algunos grupos de presión conflictivos o violentos; o, para finalizar, el fomento de espacios informales de diálogo, con el fin de conocerse mejor en grupos amistosos.

**** La realidad escolar observada diariamente y las investigaciones consultadas, ratifican las consideraciones anteriores. Los factores más influyentes en el éxito son, sobre todo, los siguientes:

  • a.    Invertir sus energías en potenciar un entorno global positivo más que en aplicar medidas aisladas para resolver problemas específicos.
  • b.    Trabajar juntos educadores y alumnos con un sentido de cooperación, especialmente a nivel de relaciones interpersonales.
  • c.    Estar orientados a las necesidades y expectativas reales de los alumnos, para colmarlas en el plano curricular y personal.
  • d.    Centrarse, de modo especial, más que en las conductas conflictivas de los alumnos, en aquellas positivas, reforzándolas cálidamente.
  • e.    Buscar en el profesorado la colaboración y el apoyo mutuo, así como con el equipo directivo.
  • f.     Cuidar la autoridad psicológico-moral de los docentes, para obtener el respeto de sus propios alumnos, a fin de evitar tener que acudir reiteradamente a eslabones más elevados de la burocracia escolar.
  • g.    Cultivar en los alumnos el sentido de pertenencia a una comunidad escolar, incentivando su participación, así como sus relaciones informales a partir de creativas posibilidades escolares.
  • h.    Elaborar, revisar y aplicar las normas de convivencia de forma compartida con los alumnos, a fin de asumirlas éstos responsablemente.

7.     CONCLUYENDO Y AVANZANDO

Hemos presupuesto que la cultura escolar -entendida en su más amplia acepción y en su sentido más vivo y práctico- tiene una influencia y trascendencia difícil de calcular en la disminución de la conflictividad escolar existente, así como en la intensificación de la deseable convivencia interpersonal y social del alumnado.

En esta línea, se ha insistido en que la influencia de la cultura escolar de fondo, en el terreno de la conflictividad a evitar y de la convivencia a promover, está presente de forma tácita y penetrante en la forma en que se elaboran, entienden y ponen en práctica los documentos formales básicos en el estilo de relaciones de un centro (PEC, especialmente, RRI), en el clima global de la institución escolar y en los formatos curriculares relacionados con los contenidos y los métodos empleados en la práctica real y cotidiana de los procesos didácticos y educativos utilizados.

Relacionado con lo anterior, una cuestión de primer orden, se ha centrado en la necesidad de implicar a toda la comunidad escolar en la tarea de elaborar contenidos, criterios y formas de funcionar que empapan los documentos formales, los currículos, las metodologías y también, por supuesto, las reglas de juego presentes y operantes en la regulación de la convivencia entre todos en la práctica más menuda y ordinaria. Lo importante, en suma, es que los ingredientes que conforman la cultura escolar del centro -con su poderoso influjo en las conductas y sentimientos del alumnado en sus relaciones- sean clarificados, reflexionados, revisados y asumidos con espíritu vivo por todos los implicados, en lugar de quedar en la penumbra de la rutina a merced de la frialdad, el sinsentido y la oscuridad desorientadora y perturbadora.

Sin dejar aún este filón central, se ha destacado la gran importancia que tiene en todo ese proceso trabajar cuidadosamente las normas relacionadas con la disciplina y la convivencia, dado que están llamadas a ser referentes claros en el plano de las actitudes y los comportamientos. En este sentido, parece conveniente recordar ahora que el espíritu de las normas -incluso de las más evidentes- necesita ser oportunamente reflexionado, discutido, matizado e interiorizado, tanto por los alumnos como por los profesores. Estos últimos, en efecto, necesitan captar con sentido lúcido lo que cualquier norma, expresa o tácita, encierra en la práctica para la vida cotidiana de los alumnos, a la vez que precisan, por otra parte, cultivar también una fina sensibilidad sobre la posible influencia real que pueden tener sobre estos últimos. Debatir grupalmente en profundidad las normas -explícitas e implícitas- a través de casos hipotéticos o reales puede ser, en esta línea, un ejercicio de gran ayuda. En cuanto a los alumnos, el hecho de ser verdaderamente tenidos en cuenta a la hora de opinar, debatir y sugerir propuestas en torno a las normas que tanto les afectan constituye una influyente invitación afectiva y moral capaz de generar una sentida responsabilidad para con las mismas; objetivo formativo y educativo clave y de primer orden, además de adicional en relación a la eficacia práctica que andamos comentando.

Lo anterior supone otorgar a los docentes un indiscutible protagonismo a nivel individual y colectivo en el campo que nos ocupa. Dicho de otro modo: el factor decisivo en este ámbito es el nivel de conciencia y coherencia adoptado por los profesores en relación a su implicación con los alumnos y con las relaciones entre ellos, empezando por la importancia que deben dar a los menores sucesos que acontecen en ese orden de cosas para evitar la temible indiferencia y proponer, consecuentemente, referentes precisos a nivel psicológico y moral.

Finalmente, una tercera propuesta amplia y esencial a la hora de incentivar estudios y experiencias teóricas-prácticas -si se desea ir a la raíz de los problemas puestos de relieve - se ubica en el terreno de la ‘educación en valores', convenientemente aplicada al campo de la conflictividad y la convivencia. Una consideración cabal, en efecto, revela con claridad que el egocentrismo personal -y cultural- resulta ser el antivalor nuclear presente en todo tipo de conflictos; hándicap de fondo que exige, por lo mismo, ser extinguido con radicalidad. En este sentido, conviene matizar que con esta propuesta nos estamos refiriendo a una educación en valores densos: desde la genuina acogida y el reconocimiento, hasta la auténtica solidaridad y prosocialidad, pasando privilegiadamente por la más profunda solicitud, deferencia y responsabilidad en relación a cualquier otro. A nadie se le oculta que este filón, determinante para solucionar desde la base toda expresión de conflictividad, se inserta, al fin y al cabo, en una verdadera pedagogía moral.    

© Jefatura de Estudios -11-07-2015 - 01:29:39 


 

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